La pureza verdadera en un fragmento cristiano de Oxirrinco

pureza 2

licencia creativecommons Lydia Morales Ripalda

En enero de 1897 los arqueólogos británicos Bernard P. Grenfell y Arthur S. Hunt, al excavar un montículo en una zona desértica cercana a la actual ciudad egipcia de El-Bahnasa (unos 160 kilómetros al sur de El Cairo), encontraron un vertedero de textos de desecho provenientes de la ciudad antigua de Oxyrhynchos. Por su propia condición se trata de textos fragmentarios y muy dañados pertenecientes a documentación prosaica (contratos, cartas), a obras de la Antigüedad clásica y a literatura del cristianismo primitivo. Dentro de este último grupo de textos se han encontrado algunos fragmentos con tradiciones evangélicas que no se encuentran recogidas en los Evangelios conocidos. Es el caso del documento clasificado como papiro nº 840 que trata el tema de la pureza. La escena es una discusión entre Jesús y un fariseo en el Templo de Jerusalén y el texto la relata así:

       Tomando a sus discípulos consigo, Jesús los introdujo en el lugar mismo de las purificaciones y se pusieron a pasear por el Templo. Entonces, cierto fariseo de nombre Leví se acercó, les salió al paso y le dijo a Jesús: “¿Quién te ha dado permiso para pisar este lugar de purificación y para contemplar estos vasos sagrados sin que tus discípulos y tú os hayáis lavado? ¿Cómo te atreves, estando contaminado, a hollar este Templo, que es un lugar puro donde nadie puede pisar sin haberse lavado y mudado primero y donde nadie osa mirar los vasos sagrados?” Jesús se detuvo al momento y le respondió: “Entonces tú, que estás en el Templo, ¿crees estar puro?”. Y el otro le dijo: “Sí lo estoy, puesto que me he lavado en el estanque de David y he subido por distinta escalera de la que utilice para bajar y me he puesto vestiduras blancas limpias y sólo entonces he venido y me he atrevido a mirar estos vasos sagrados”. Jesús le respondió: “Ay de vosotros, ciegos que no veis. Tú te has lavado en esta corriente de agua, donde se han revolcado perros y cerdos de noche y de día y, al lavarte, has limpiado lo exterior de la piel, que es lo mismo que las prostitutas y las flautistas perfuman, lavan y adornan para los hombres lujuriosos, mientras que el interior permanece lleno de podredumbre y de maldad. Mas por lo que se refiere a mí y a mis discípulos, de quienes tú afirmas que no nos hemos lavado, en realidad estamos limpios y puros en nuestro interior porque nos hemos lavado con las aguas vivas que proceden de Dios”.

La escena que presenta el pasaje  invita a reflexionar sobre la diferencia entre dos tipos de pureza: la superficial y la profunda (si hablamos de la moral social) y la ritual y la espiritual (si hablamos de la moral religiosa). Por pureza se entiende la liberación de todas las imperfecciones morales que contaminan la naturaleza de luz original: la ignorancia metafísica, la avidez, el egoísmo o ilusión de separatividad, la disipación, la indolencia, la duda y la malevolencia. La pureza así entendida es la clave de la virtud, esto es, de la integridad de vida y de la excelencia moral.

Tanto en la moral social como en la religiosa se puede ser puro por convención o por comprensión. La primera pureza, la convencional, es una pureza superficial, o meramente exterior, motivada por las formas de actuar que imponen la norma social o la ley religiosa y a la que sólo le importan la conformidad con la literalidad de la norma y el acto realizado. La segunda pureza, en cambio, la pureza profunda o espiritual, está motivada por la comprensión de la verdadera naturaleza del Hombre y de la realidad. Es una forma de pureza que no necesita de legislaciones exteriores porque las ha superado y que excluye tanto el rigorismo como la arbitrariedad moral; una pureza, en fin, a la que le importa más la intención con que se actuó que el acto realizado. La pureza convencional es más aparente que la pureza por comprensión, pero es menos auténtica, menos firme y está inclinada al orgullo y la exclusión. La pureza por comprensión, en cambio, es menos aparente, pero más verdadera e inquebrantable y está inclinada a la humildad y al amor.

Muchas veces a lo largo de las tradiciones evangélicas Jesús aparece rechazando la pureza convencional en favor de la pureza por comprensión. Éste fue, de hecho, uno de los puntos de fricción más importantes entre el Maestro nazareno y las corrientes religiosas de su época. A los saduceos y a los fariseos dedicó Jesús algunas de sus más duras recriminaciones por este motivo. “Ay de vosotros, hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato mientras que por dentro siguen llenos de rapiñas y codicias. ¡Ciegos!, limpiad primero la copa por dentro. Ay de vosotros, hipócritas, que sois como sepulcros encalados, hermosos por fuera, más por dentro llenos de huesos muertos y de inmundicias. Así también vosotros parecéis por fuera justos a los Hombres, pero por dentro estáis llenos de falsedad e iniquidad”[1]. Esa forma de pureza que “cuela un mosquito y se traga un camello”, que da toda la importancia al acto o al rito y olvida la intención y la disposición interior, fue vivamente censurada por Jesús. Así, en el pasaje que nos ocupa, un piadoso rigorista increpa a Jesús por haber entrado con sus discípulos en la parte noble del Templo de Jerusalén sin haberse sometido a los ritos de purificación que la costumbre religiosa ordena. Y Jesús le responde haciendo una contraposición entre el agua material con la que el piadoso se ha lavado exteriormente y el agua simbólica con la que él y sus discípulos lavan su interior. ¿Crees estar puro por haberte mojado con un agua en la que se han revolcado cerdos y perros?, le dice Jesús, ¿por haberte lavado la piel igual que se lavan y perfuman las mujeres promiscuas para los hombres lujuriosos?. La verdadera pureza no es la superficial, es la profunda; no es la ritual, es la espiritual. “Nosotros estamos limpios y puros en nuestro interior porque nos hemos lavado con las aguas vivas que proceden de Dios”. Esa agua simbólica –el ‘agua viva’, a la que Jesús se refiere más veces- es el Espíritu, la Divinidad en su aspecto inmanente, cuya potencia es comunicable a los Hombres. Quien se ha lavado con esa ‘agua viva’, quien se ha impregnado de la fuerza del Espíritu, se ha transformado y ha renacido, ha muerto al ego y se ha religado auténticamente a la Divinidad. En una palabra, se ha purificado con toda verdad. Y frente a esa purificación total del ser, todas las purificaciones convencionales derivadas de normas y de ritos palidecen.

Una situación similar a ésta ocurrida en el Templo de Jerusalén es relatada en otro pasaje de los Evangelios canónicos. El Maestro nazareno se hallaba en Genesaret enseñando y varios piadosos observaron que sus discípulos violaban otra norma de pureza ritual. “¿Por qué tus discípulos violan la tradición y no se lavan las manos antes de comer?”, le preguntaron. “¿Por qué vosotros violáis el mandato divino con vuestras tradiciones?”, les replicó Jesús, cuya interpretación ética de la ley religiosa escrita chocaba una y otra vez con el legalismo obsesivo de los defensores de la ley religiosa oral. “No es lo que entra por la boca del Hombre lo que hace impuro al Hombre, sino lo que por ella sale. Lo que entra por la boca, va al vientre y se expele en la letrina. Pero lo que sale por la boca procede del corazón y eso sí puede hacer impuro al Hombre. Porque del corazón proceden los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, la lujuria, los robos, las mentiras y las blasfemias. Eso es lo que de verdad contamina al Hombre, no el comer sin lavarse las manos”[2]. De nuevo Jesús contrapone la pureza espiritual (un corazón sin mancha moral) a la pureza ritual (la ablución de las manos). El corazón, por supuesto, no es entendido aquí como una simple víscera, sino como el símbolo del centro de la persona: la sede de su inteligencia, de su intuición y de su afectividad. Jesús remarca que es la impureza de ese centro (el tener la inteligencia extraviada, la intuición bloqueada y la afectividad corrompida) lo que de verdad mancha al Hombre, no el cumplir o no cumplir con un rito religioso o una norma social.

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NOTAS

[1] Evangelio de Marcos, 23, 25-28.

[2] Evangelio de Mateo, 15, 1-20.

Acerca de Lydia Morales Ripalda

Enseñanza de idiomas. Escritura, creación de contenidos y traducción escrita ING-ESP. Interpretación del patrimonio.
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