«Meditaciones de las cumbres»: el montañismo como vía de ascetismo

cumbre

licencia creativecommons  Lydia Morales Ripalda

“Non le cime, non le difficoltà, non il record mi interessano, ma quello che succede all’uomo quando si avvicina alla montagna. Questo libro ci dà la risposta”. Reinhold Messner, leyenda viviente del montañismo, hablaba así de Meditazioni delle Vette (traducido al español como Meditaciones de las cumbres), un singular clásico de la literatura de montaña escrito por el controvertido erudito italiano Julius Evola. El libro vio la luz en 1974, poco después de la muerte del autor, y se trata de una recopilación de textos realizada por Renato del Ponte, discípulo del barón Evola. Durante las décadas de 1920 y 1930, y hasta que un bombardeo durante la II Guerra Mundial lo dejó en una silla de ruedas para el resto de sus días, Evola practicó el alpinismo de alto nivel. Lo movía a ello «la necesidad de superar la doble antítesis limitativa, constituida de una parte por el hombre intelectual, exangüe y separado -en su cultura hecha de palabras y de libros- de las fuerzas más profundas del cuerpo y de la vida; y de otra parte, por el hombre simplemente deportivo, desarrollado en una disciplina meramente física y atlética, sano, pero privado de todo punto de referencia superior». Evola quería llegar a un tipo humano más completo en el que el espíritu se transformara en fuerza y vida y que, a su vez, utilizara la disciplina física como cauce, símbolo y rito de una disciplina espiritual. Y consideraba que, entre todos los deportes existentes, el único que ofrecía posibilidades para una integración de esa naturaleza era el montañismo. «La grandeza, el silencio y la potencia de las grandes montañas inclinan naturalmente el ánimo hacia aquello que no es exclusivamente humano». En los mejores espíritus la ascensión física –con el esfuerzo, el afán de superación y la necesidad de lucidez que conlleva– puede provocar momentos de elevación interna que se traducen en una amplificación de la conciencia.

Evola recordaba en esta colección de escritos que las tradiciones antiguas poseían, de modo casi unánime, un sentido sagrado y simbólico de la montaña, a la que consideraban residencia de los dioses, deidad en sí misma o espacio preferencial para héroes e iniciados, esos seres «que habían superado los límites de la vida común y gris de las llanuras». La montaña era entendida como una alegoría de los estados transcendentes  y como el gran templo del fuego (la fuerza vital) y la luz (la fuerza de la conciencia) donde se producía una purificación de las fluctuaciones de la pasión y el deseo y se alcanzaba una estabilidad frente a la impermanencia del devenir. El autor recorría las ideas que sobre el más allá tuvieron el paganismo grecorromano y el nórdico, el hinduismo y el budismo, para encontrar en todos ellos paraísos en las alturas reservados a héroes marciales o sabios iluminados, mientras que las almas comunes languidecían y se desdibujaban en inframundos y estados intermedios. La montaña entre los antiguos era la sede del «amanecer, del heroismo y de la muerte transfigurante, el lugar de un entusiasmo que tiende hacia estadios transcendentes, de un ascenso desnudo y de una fuerza solar triunfal opuesta a las fuerzas paralizantes que oscurecen y bestializan la vida». Con esta tradición quiere enlazar Evola cuando explora las posibilidades espirituales del montañismo para esos hombres contemporáneos que «oscuramente empujados por un afán de superación de las limitaciones que nos ahogan en la vida mecanizada, aburguesada e intelectualizada del mundo de llanura, se van hacia lo alto por sobre las rocas, crestas y paredes, en la cercanía del cielo y del abismo, hacia la helada claridad…»

A Evola no le interesaba el lirismo bucólico y el pintoresquismo de la naturaleza promovidos por el sentimentalismo burgués, con su retórica idealista y estereotipada. Ni el hombre de la montaña ni el alpinista genuino podían participar de ese romanticismo nacido a finales del siglo XVIII. Tampoco le interesaba el naturismo, ese «nuevo misticismo primitivista de la naturaleza» con el que las masas modernas –siervas de una vida de intelectualismo árido, mecanicismo, utilitarismo y conformismo– intentaban consolarse y reanimarse. Las sensaciones de bienestar, alivio orgánico y revitalización que procura un acercamiento naturista a la montaña podrán ser positivas, pero no tienen nada que ver con la espiritualidad. En realidad, Evola se dirigía preferencialmente a quienes ya practicaban «seria y activamente» el montañismo y habían descubierto el valor educativo que encierra la llamada de las cumbres. La disciplina del cuerpo y de los nervios, el valor lúcido, el desprecio heroico de la comodidad, la exacta noción del peligro, el espíritu de superación y de conquista: todo eso es desarrollado por la práctica del montañismo siempre que la aventura no quede reducida a una búsqueda de sensaciones o al mero interés técnico por el ascenso de una vía. ¿Pero es ese el nivel de experiencia más elevado al que puede llevarnos la montaña? La respuesta de Evola era negativa: hay más. El montañismo puede ser una forma de ascesis que conduzca a una realización interior. En el simbolismo tradicional la montaña era el lugar de las presencias divinas y las fuerzas transfiguradoras, de la centralidad de la conciencia y de la naturaleza solar. Las grandes cumbres fueron durante siglos espacios de una inaccesibilidad y una inviolabilidad hoy conquistadas. Y Evola subrayaba la importancia de convertir esa conquista en una vía de trabajo interior, no en una profanación.

En tierras del Himalaya y en Japón no es extraño encontrar grandes figuras espirituales que practicaron algún género de ascetismo de las montañas. Evola se detiene en Milarepa, un famoso místico y poeta tibetano del siglo XI en quien «las impresiones de la alta montaña, la lucha con los elementos, el símbolo, la doctrina y la alusión a fenómenos enigmáticos de naturaleza supranormal se mezclan íntimamente». De regreso de un retiro invernal de seis meses en alta montaña, en una zona de glaciares y violentas tempestades de nieve, Milarepa –a quien sus discípulos habían dado por muerto– expuso en un poema llamado «El canto de las cumbres nevadas» su experiencia y su doctrina. Seis eran para él los caminos que debía hollar quien buscara la liberación: una gran fe, el aprendizaje junto a maestros probados, la consagración a un voto puro, la vida en soledad, la acción mágica y la frecuentación de las montañas salvajes. Así pues, el montañismo era una herramienta preferencial para el trabajo interior.

¿Cómo se traduce eso para los hombres de hoy? El amante de las tierras altas y solitarias siente con claridad que la inmersión en ellas lo saca del tono gris de la vida aburguesada de las urbes. Hay en estos lugares un indiscutible poder evocatorio y transfigurador. «Por su elementalidad, por su alejamiento de todo lo que es el pequeño mundo de los pensamientos y de los sentimientos del hombre moderno domesticado y racionalizado, la montaña invita también espiritualmente a un retorno a los orígenes, a un recogimiento, a la realización en sí mismo de algo que refleja la simplicidad, la grandeza, la fuerza pura y la intangibilidad de las cumbres heladas y luminosas». La naturaleza grandiosa o desnuda aparece como una fuerza pura que no deja lugar a lo bonito, lo romántico o lo pintoresco. Quien se ha inmergido en esos espacios sabiendo adecuarse a sus significados fundamentales (severidad, pureza, monumentalidad) está más cerca de la naturaleza solar. Por eso, dice Evola, hay un «modo de ser común» del que se apropian todos los montañeros serios y que se distingue por cuatro marcas de carácter:

  1. La castidad de la palabra y de la expresión. La montaña enseña el silencio. «Hace perder la costumbre de la cháchara, de las palabras inútiles, de la efusiones exuberantes. Ella simplifica e interioriza». El signo, la alusión, la mirada o el gesto significativo son aquí más elocuentes que un largo discurso. Quien se mueve en la montaña aprende a comunicarse de un modo lacónico, casi marcial, con el compañero. Y al final, eso acaba convirtiéndose en una marca de carácter más allá de la montaña.
  2. La disciplina interna y la acción lúcida y precisa. La práctica del montañismo exige «control completo de los reflejos; un estilo de acción lúcida y precisa de acuerdo con el objetivo; una audacia alejada de la temeridad y la irreflexión, consciente del límite de las propias fuerzas y de los términos exactos del problema que debe ser resuelto; un dominio de la imaginación y la facultad de neutralizar todas las agitaciones inútiles y dañosas para el ánimo». Son estas unas cualidades compartidas con las que exige cualquier vía ascética seria. Evola insiste especialmente en esa capacidad de concentración lúcida que el montañismo despierta y estabiliza, «hasta el punto de transformarse en muchos casos en una manera natural de ser, en una especie de habitus» presente en el carácter del montañero.
  3. La purificación de la acción y la superación de la vanidad. El montañismo estimula un heroísmo que huye de la retórica y del gesto exhibicionista y habitúa a una clase de acción que no se ocupa de tener espectadores, sino del «gozo de estar solo, abandonado a sí mismo entre la inexorabilidad de las cosas, a solas con su acción y su contemplación». Los compañeros de una cordada o de una travesía nunca son un «público», sino elementos silenciosos que acompañan en una acción común. A partir de aquí se desarrolla en el carácter del montañero una neutralización de la vanidad y una forma de «impersonalidad activa» que desembocan en la superación del egotismo.
  4. El desarrollo de una solidaridad activa que mantiene la distancia. La especial camaradería de la montaña, un vínculo donde los compañeros están simultáneamente solos y juntos, distantes pero disponibles, acaba desarrollando en el carácter del montañero una peculiar forma de presencia. El carácter moldeado por la montaña se despreocupa a menudo del contacto regular o constante con los otros, pero está disponible con lealtad y verdad cuando realmente se le necesita.

A lo largo de los textos que componen Meditaciones de las cumbres Evola manifestaba una y otra vez su desdén por la visión de la naturaleza del romanticismo y del sentimentalismo burgués. «La montaña como lugar ideal para un alma dulce y poética, amante del alba rosada y de las noches lunares» le parecía una cursilería propia de personas que sólo ha hecho una experiencia débil y superficial del campo, pero no de la naturaleza en su aspecto más potente, grandioso y solitario. La inmersión en la primordialidad, el silencio, la desnudez y la dureza de esos grandes espacios provoca una experiencia catártica que destruye, precisamente, todo lirismo artificial, todo sentimentalismo, y que mata la subjetividad del ego distanciando de «las pequeñas vicisitudes de los hombres». Es en esa superación del pensamiento, y de la conciencia puramente egótica e individual que propicia, donde Evola reconocía el elemento ascético y contemplativo que puede llegar a manifestarse en el ejercicio del montañismo. «El alpinismo es una disciplina importante, seria y educativa en un sentido superior,  y no sólo profano y moderno, cuando lleva a cabo una acción especial que extrae su sentido de una contemplación y una contemplación que extrae su sentido de una acción». Por eso renegaba del montañismo moderno enfocado a la persecución del récord, de la máxima dificultad, del coleccionismo de altas cimas o del proyecto nuevo que busca «la pared nunca escalada aún cuando la cumbre sea de más fácil acceso por otro lado». Todo ese tecnicismo deportivo (convertido hoy en un nuevo exhibicionismo gracias a las nuevas tecnologías, internet y las redes sociales) representaba para Evola una regresión respecto al ideal ascético y contemplativo del montañismo. Ya cuando escribía hace décadas creía ver unos síntomas de «materialización, mecanización y plebeyización» en el montañismo que le parecían sumamente preocupantes. En las estaciones más propicias los lugares altos y solitarios se estaban llenando de demasiada gente, de demasiado ruido y de demasiada banalidad. El tiempo confirmaría sus temores, incluso en las montañas más altas de la Tierra. Así en 2013 Iván Vallejo Ricaurte, uno de los más grandes montañeros de Hispanoamérica, se despedía asqueado de las montañas más famosas del techo del mundo con un texto –«Por qué no volveré al Himalaya» donde se denunciaba el «virus» que había corrompido aquellos lugares antes grandiosos y sagrados. La masificación, la mercantilización, la avaricia, la falta de honradez, el egoísmo y la ambición exhibicionista se habían apoderado también de las cimas más altas del planeta.

La segunda parte de Meditaciones de las cumbres, llamada «Experiencias», está formada por unas interesantes «Notas para un entrenamiento psíquico en la montaña» y textos donde Evola relataba algunas de sus ascensiones. De entre las muchas cosas extrañas que Alexandra David-Neel recogió en sus libros sobre su estancia de trece años en el Tíbet a Evola le llamaron la atención las noticias sobre yoguis montañeros que marchaban en estados alterados de conciencia, neutralizando así el cansancio. «A través de prácticas especiales relacionadas con el dominio de la respiración y de la mente, la cual debe adquirir la capacidad de una concentración absoluta (a ese propósito, a veces se dan como ayuda, durante la marcha, símbolos o fórmulas)», el sujeto entraba en «un estado paranormal, que no se puede llamar mediúmnico o de trance porque en vez de caída en la subconciencia se da una entrada en la supraconciencia y es activo en vez de pasivo, pero que tiene algunos rasgos exteriores comunes con el trance. A partir de aquel momento, toda la fuerza interna es polarizada hacia el objetivo, como sucede con la aguja de un imán. Se separa de los otros seres y del mundo externo exceptuando lo que se relacione directamente con la marcha que tiene que realizar. Alcanza un ritmo rápido, acompasado e infatigable que se mantiene constante en llanos y pendientes y logra, igualmente, una capacidad supranormal, intuitiva y directa, de orientación. Y así, sin pausas, estos seres extraños corren elásticamente, casi fuera del tiempo, hasta la meta durante días y noches de marcha». Los relatos de David-Neel indicaban que estos lung-gom-pa («pies ligeros») parecían levitar a veces unos centímetros por encima del suelo y sus movimientos rítmicos y elásticos asemejaban  la impresión producida por la cámara lenta cinematográfica.

Aunque para los occidentales modernos esas proezas de los viejos yoguis tibetanos son inalcanzables, Evola sí creía que el montañismo podía servir como soporte a un entrenamiento interno que «mejora bastante las potencialidades de quien lo sigue». Partiendo de la idea, que siempre han reconocido muchas tradiciones, de una naturaleza intermedia o cuerpo sutil depositario de la fuerza principio vital, Evola indicaba que usando diversas técnicas de control respiratorio de puede «hacer palanca» sobre dicha fuerza y dirigirla a una acción (en este caso la ascensión). El autor observaba que en estados de exaltación o entusiasmo «cuerpos agotados o débiles han sido capaces de afrontar inesperada y victoriosamente las dificultades y los esfuerzos más increíbles. En la guerra se han dado infinidad de situaciones de este tipo. Pero también entre los montañeros muchos pueden recordar el extraño fluir de una fuerza renovada cuando literalmente extenuados por la lucha contra los elementos, de repente han encontrado la ruta perdida o el camino del refugio; o cuando después de horas y horas en una pared, rendidos por la fatiga e inseguros del éxito, aparecía por fin la deseada visión de la cumbre». Evola defendía que más allá de la fuerza vital, habitualmente en acción en los miembros y en los órganos, había una reserva de energía mucho más vasta, «que sólo se manifiesta excepcionalmente y casi siempre bajo la acción de un factor psíquico o emotivo» especialmente intenso. La ascesis consistiría en encontrar un método para la evocación consciente de ese manantial subterráneo de energía. Llegados al punto crítico de vaciamiento de la energía vital normalmente disponible, se trataría de «forzar con un mandato interior el fenómeno de la segunda ola, obligando a las fuerzas vitales de reserva a manifestarse. Y como no están ligadas a la parte más material de la corporeidad, pues no son limitadas y se entra en un nuevo estado de «incansabilidad». Es esto lo que explica la conducta habitual de la mayoría de los montañeros expertos: en vez de procurar no cansarse pronto, andando paso a paso con una cadencia lenta, procuran fatigarse cuanto antes empezando la ascensión al asalto (…) El secreto reside en la respiración, en tomar el control de la misma desde el primer paso sin abandonarlo. En segundo lugar, se trata de ajustar el ritmo de la respiración al ritmo del paso, sin romper nunca esta conexión: inspirar en el tiempo de un paso, retener la respiración en el momento intermedio y expirar mientras se da el paso siguiente con la otra pierna. Para las zonas en pendiente, cuando los repechos y las crestas son más bruscos, se debe ralentizar en paso; en las zonas más fáciles se debe acelerarlo, pero siempre sin romper la correspondencia entre el ritmo del paso y el de la respiración». Cuando se logra que paso y respiración formen una unidad natural la fatiga es superada y la velocidad inicial «al asalto» se mantiene «como por un misterioso empujón interior, incluso si las pendientes son muy pronunciadas». Evola sostiene que «hay muchos menos peligros cuando el verdadero punto de apoyo ya no es el cuerpo, sino el espíritu, y se evocan energías misteriosas y profundas, supraindividuales, que ni siquiera la parapsicología moderna ha sabido medir en todas sus posibilidades. Tampoco se trata de un esfuerzo llamado a acarrear, como fatal contragolpe, el abatimiento del cuerpo posteriormente. Quien ha llegado a dominar este entrenamiento no se encuentra con reacción alguna en tal sentido». Aparece así un estado de ligereza sin fatiga, de embriaguez lúcida, que empuja vigorosamente a la ascensión y anula casi la percepción del tiempo. Lo que experimentan entonces «los mejores», aquellos para quienes la montaña es más una ascesis que un deporte, es que la ascensión material es el desencadenante de una elevación interior que conlleva purificación y liberación y que en ocasiones especiales puede acabar en un auténtico kensho montañero. Evola aludía brevemente a experiencias de este tipo de despertar que él mismo tuvo en el macizo del Ortler durante una violenta ventisca y en el Montblanc. Una intensidad espiritual luminosa y lúcida, «desprendida de todo lo que es agitación humana, apasionamiento, mentira, ilusión y división», brilla sobre las cumbres heladas. Pero tal vez la mejor descripción de un kensho montañero es la que hizo Douglas Harding en su libro The Headless Way (traducido al español como «Vivir sin cabeza»), donde describió el estado que le sobrevino en la cumbre de una montaña del Himalaya cuando su mirada se posó sobre el paisaje grandioso que lo rodeaba:

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Empezaba este texto citando a Reinhold Messner y justo es concluirlo con la otra gran leyenda del alpinismo italiano, el montañero, escritor y explorador Walter Bonatti, a quien desde la adolescencia yo he profesado rendida admiración. La apertura de su libro Montagne di una vita era toda una declaración de intenciones. «La montaña ha marcado mi formación desde el principio», escribió Bonatti. «Me ha permitido satisfacer la necesidad innata de medirse y probarse, de conocer y saber que cada hombre experimenta. Así, empresa tras empresa, allá en lo alto, me he sentido cada vez más vivo, libre y auténtico, en suma, realizado. Siempre he obedecido en mi vida de escalador al impulso creativo y contemplativo. Y ha sido especialmente durante la práctica del alpinismo solitario cuando he podido entrar en sintonía con la Gran Naturaleza y he podido intuir con mayor profundidad aún mis porqués y mis límites. Afrontar en soledad la naturaleza más adusta me ha acostumbrado a tomar solo mis propias decisiones y a pagarlas con mi piel. Por lo tanto, la soledad ha sido para mí una escuela formativa, una condición preciada, una verdadera necesidad a veces; nunca, en cambio, una angustia (…) La montaña no ha sido únicamente un territorio de tragedia y de sufrimiento –como insinúan con frecuencia quienes me suponen masoquista–, sino ante todo un lugar de gozo y de exaltación, porque en lo alto he vivido experiencias, situaciones y espectáculos absolutamente únicos…» Palabra del Maestro.

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Bonatti, Walter: Montañas de una vida, Desnivel, Madrid, 2009.

Evola, Julius: Meditaciones de las cumbres, Nueva República, Barcelona, 2003.

Harding, Douglas: Vivir sin cabeza. Una experiencia zen, Kairós, Barcelona, 1993.

Acerca de Lydia Morales Ripalda

Enseñanza de idiomas. Escritura, creación de contenidos y traducción escrita ING-ESP. Interpretación del patrimonio.
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Una respuesta a «Meditaciones de las cumbres»: el montañismo como vía de ascetismo

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